Principal comentario positivo
4,0 de 5 estrellas¿Por qué no el agnosticismo?
Revisado en España el 22 de noviembre de 2020
El libro comienza con una Introducción del gran actor Stephen Fry, seguida de sendos prólogos de Richard Dawkins, Daniel Dennett y Sam Harris. El cuarto jinete, Christopher Hitchens, no pudo escribir nada pues murió en 2011, antes de que se publicara el libro.
En lo esencial, sin embargo, la obra consiste en la transcripción de una larga conversación que sostuvieron estos cuatro mosqueteros del ateísmo el 30 de septiembre de 2007 en Washington D. C. Y en ella se despachan a placer contra los creyentes, dándose la razón mutuamente, encantados de haberse conocido como ateos, y con matices diferenciadores mínimos entre ellos. Christopher Hitchens es tal vez el que mantiene posturas más singulares, como la de preferir que no desaparezcan los creyentes para así fortalecerse intelectualmente en la contienda con ellos. Un argumento interesante basado en la antifragilidad, concepto acuñado por Nassim Nicholas Taleb.
El gran ausente en el debate es el agnosticismo y, como soy agnóstica, me llama especialmente la atención. El agnosticismo, frente a lo que muchos piensan, no representa un punto de vista equidistante entre el teísmo y el ateísmo, ni tampoco es un intento de escurrir el bulto y no comprometerse con una respuesta nítida a la cuestión de la existencia de Dios. Los agnósticos mantienen una perspectiva bien perfilada sobre esta cuestión; y según esa perspectiva, ateos y creyentes, a pesar de sus diferencias, comparten la suposición (un tanto fatua intelectualmente) de que el asunto de la existencia de Dios es averiguable por los seres humanos (los creyentes se deciden por que sí existe Dios; los ateos, por su inexistencia, pero unos y otros, ateos y creyentes, piensan que la cuestión es decidible, que hay respuesta). Los agnósticos, por el contrario, están persuadidos de que es indecidible, que es una pregunta cuya respuesta está más allá de los límites del conocimiento humano, ahora y por siempre. Nuestra ignorancia sobre esta materia no es de esas que se puedan subsanar con conocimientos futuros y que algún día la ciencia pondrá a nuestro alcance; no: es una ignorancia ineliminable, que nunca podrá ser restañada, aprendamos lo que aprendamos más adelante. De modo que los agnósticos forman una tribu diferenciada de las de los ateos y creyentes: si estos últimos piensan que se puede saber de cierto si existe o no existe Dios, los agnósticos proclaman su desconocimiento incurable sobre este tema.
Es cierto, desde luego, que los avances científicos han puesto a algunos teístas contra las cuerdas, en especial a los más arrogantes e ingenuos, como el arzobispo Ussher, del que Dawkins nos recuerda lo siguiente: «En cuanto al exceso de confianza de los teólogos, hay que decir que son pocos los que han alcanzado cimas tan altas como las que escaló en el siglo XVII el arzobispo James Ussher. Según su cronología, aseguró con total certeza que el universo había nacido en una fecha concreta: el 22 de octubre del año 4004 a. C. Ni el 21 ni el 23, sino exactamente el 22 de octubre por la tarde».
Pero hay creyentes más sofisticados, como el físico Albert Einstein o el biólogo Edward Osborne Wilson, que lograron hacer compatible su práctica científica con su creencia en el deísmo, un teísmo atenuado en el que se da a entender que Dios dio cuerda a la maquinaria del Universo para luego abstenerse de intervenir en él. Un deísmo así no es vulnerable a las invectivas de estos cuatro ases del ateísmo. En general, creo que los ateos caen en el mismo pecado de soberbia intelectual que ellos achacan a los teístas: el de suponer que hay pruebas (lógicas o empíricas) concluyentes que demuestran la inexistencia de Dios. Y no hay tal cosa. Ya digo, soy agnóstica, y no es que quiera quedar bien con ambas partes en litigio, sino al contrario: poner de manifiesto que ambas se equivocan.
El libro tiene el encanto de una charla coloquial entre amigos, pero esto es a la vez una ventaja y un inconveniente. La ventaja es que se lee con suma facilidad; el inconveniente es que no permite la profundización en los asuntos abordados. Para esto último hay que acudir a los ensayos sobre cuestiones de fe escritos por estos inteligentísimos ateos.